Generación JordiLauriana
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 Relato: Ciento un almas

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REICH
Caminando hacia mis sueños
REICH


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MensajeTema: Relato: Ciento un almas   Relato: Ciento un almas Icon_minitimeSáb Jun 21, 2008 1:47 am

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El viento aullaba entre los árboles desnudos, y la mortecina luz blanca de la Luna llena, recortada sobre un cielo negro, iluminaba la alta alambrada metálica y el edificio de dos plantas de inmaculado color blanco.
Más allá del entresijo de rejas, de las puertas de titanio de varios centímetros de grosor, de las alarmas, el laberinto de pasillos y escaleras, y los vigilantes de traje azul, más allá, ahogados en sus celdas cómodas y blancas tras las gruesas puertas de cristal, descansaban ciento y un almas olvidadas, que habían sido encarceladas entre aquellas paredes con olor a desinfectante y alcohol porque, según un hombre de bata blanca, sus mentes no funcionaban bien y no estaban, en lo que se diría, sus estrictos cabales.
Todos aporreaban las puertas, envueltos en llanto, y gritaban a la Luna:
- ¡Yo no estoy loco! ¡No estoy loco! ¡Dejadme salir de aquí!
Sí es cierto que casi todos lo estaban. Sí es cierto que muchos sentían una sombra oscura y amenazante rondar alrededor de su cabeza, colarse por sus oídos y hacerles gritar y desgarrar las paredes. Pero si es cierto que muchos de los que dormitaban en aquella cárcel blanca no deberían estar allí.
Sobre su blanca cama, lo más alejada posible de la puerta de cristal, se hallaba tendida una muchacha que apenas había dejado de ser una niña, y cuyo rostro pálido orlado por ojeras moradas y una maraña de pelo negro era el vivo reflejo de la falsa locura y la desesperación. Mientras, impasible, dejaba escurrir lágrimas saladas por sus huesudos pómulos, acariciaba con las yemas de los dedos los cortes sanguinolentos que salpicaban sus brazos. No recordaba bien cuando los había hecho. No sabía si eran de hacía un par de años, cuando la tragedia empezó, o del día anterior, cuando robó un tenedor del comedor y lo ocultó entre las sábanas de su celda. Tan sólo recordaba que había rasgado su blanca piel para saber si, al contrario que su dañado corazón, su cuerpo podía seguir sintiendo algún tipo de sensación, ya fuera el más infinito dolor.
Unas celdas más allá, una mujer sin rostro ni nombre atormentaba un viejo violín, que había aparecido en su celda por arte de magia, y que inundaba el sanatorio con la melodía más hermosa y triste jamás escuchada.
Las ciento y un almas atormentadas cerraron los ojos y echaron a correr tras las dulces notas, volviendo a pisar las huellas ensangrentadas que ya creían olvidadas, y así recordando los arduos sucesos que les hicieron ir a parar allí.
En su celda fría, mientras los gritos de angustia mezclados con la melodía la envolvían, la chica recordó como, por primera vez hacia dos años, el hombre al que siempre había querido y adorado, al que siempre llamó padre, entró en su habitación a medianoche y se sentó a la vera de su cama. Ella no tuvo miedo. ¿Cómo iba a tenerlo? Era su querido papá… Él la sonrió y la acarició la cabeza, pero su mano siguió descendiendo hacia zonas que ella sabía que ya no debía tocar. No protestó, tan solo se quedo quieta. Un frío repentino la helaba las venas. ¿Qué estaba haciendo? El sonrió y se marchó. Después de aquel día, prácticamente todas las noches él volvió a colarse en su habitación, cuando ya todos estaban dormidos, y volvió a tocarla y acariciarla, haciendo caso omiso de sus quejas, agarrándola con brusquedad cuando ella intentaba apartarse a patadas. Él la dijo que la mataría, a ella, a su propia y querida niña, si decía algo. Y las noches se sucedieron, una detrás de otra, plagadas de súplicas ignoradas.
Sentía asco de su cuerpo. Un hedor insoportable nacía de cada zona que él tocaba. Llego a odiarse tanto a si misma, a su propio cuerpo, a su estampa, que estalló todos los espejos de la casa y se desgarró los brazos con sus propias uñas. Después llegó aquel amable señor, con su butaca de cuero, sus gafas y su bloc de notas, que la hizo mil y una preguntas que ella tuvo que plagar de mentiras. Él sabía lo que ocurría. Ella sabía que él sabía lo que ocurría. Pero cuando el doctor habló con su madre ésta tan solo supo llorar, gritar, mirarla con rabia y repulsión. Incluso la llegó a abofetear. Aquella noche, apresada entre sus sábanas, fue la primera vez que él la golpeó. Y aquel fue otro nuevo y grotesco hábito que tomó.
No se miraba en los espejos, se hacía cortes por todo el cuerpo, sentía una heladora opresión en el pecho que acabó por adormecerla. Los cortes que se hacía eran lo único que, a través de su dolor, la demostraban que seguía viva. Su corazón se paró. Seguía viviendo, pero ella estaba segura de que se paró. Miraba a la nada, sin hablar, perdida, y dejaba que él la tocara. Ya ni siquiera se daba cuenta de cuando se deslizaba dentro de su cama. No sentía nada. Nada. Tampoco sintió nada el día que deslizó la fría hoja de metal por sus muñecas. No sintió nada al derrumbarse sobre el charco escarlata de su propia sangre. Y tampoco sintió nada, ni habló, ni se movió, cuando la ambulancia la llevó al hospital y otro señor, menos amable que el anterior, determinó que era “bipolar, autodestructiva y desiquilibrada” y que debía ser internada.
Después de tantos meses habló. Chilló y pataleó con fuerza, no pudiendo oponer resistencia a los brazos que la arrastraban dentro del blanco furgón, y maldijo ciento y un veces al hombre que la despidió con una malévola sonrisa.
Ahora, seis meses después, algunas cicatrices parecían empezar a curarse. Incluso aquellos hombres de bata blanca se atrevían a decir que se encontraba más tranquila y que, por tanto, las alteraciones y la auto agresividad había podido ser causadas por un viejo trauma o una fuente externa.
¿Cuántas veces lo había chillado en la noche?
¿Cuántas veces había chillado, acompañando su voz con las de las otras ciento y un almas atormentadas, que no era ella la que debía habitar aquella celda?
Su vida se había roto hacía mucho tiempo, y tenía la sensación de avanzar por un túnel eterno y sin luz que, no sabía cuando, iba a ser surcado por un amplio agujero negro que la iba a engullir por toda la eternidad.
Pero dos meses atrás un potente y dorado rayo de luz había iluminado el túnel.
Recordaba aquel momento a la perfección.
Estaba sentada en el patio, con la mirada perdida en la arena, cuando un cuerpo canela, alto y delgado, se dejó caer a su lado. Ella, a pesar de ni siquiera sentirlo, lloraba desconsolada, y él, sin que ella se lo pidiese, la abrazó con ternura y la refugió entre sus cálidos brazos.
Era la primera vez que la abrazaban desde hacía incontables años.
Cuando levantó la cabeza, topó con una mirada rasgada y del color del mar, una amplia sonrisa y una aureola de rizos dorados.
- Un ángel- recordaba haber murmurado- Has venido a sacarme de aquí.
El chico sonrió y la acarició la mejilla.
- No soy un ángel- dijo él, mostrándola su indumentaria oxigenada y blanca- pero si voy a sacarte de aquí.
Dos pasillos más al norte, encerrado en una celda de más baja seguridad, el chico tamborileaba con los dedos sobre el cristal de su puerta y esperaba ver al guardia aparecer.
¿Qué hacía él ahí? Se preguntaba mientras esperaba. Era lo mismo que gritaba por las noches acompañado por las de las otras ciento y un almas olvidadas.
Él que había dejado atrás a todos sus compañeros y había saltado de golpe a los cursos más superiores; él que había aprendido a leer latín antiguo sin que nadie le enseñase; él que había leído todos los libros existentes y que había escrito algunos de los más hermosos.
¿Por qué?
Él que había avecinado el huracán que destruyó el sur de China; él que había avecinado el descarrilamiento del tren que se llevó la vida de ciento y un personas; él que había previsto el asesinato de su vecina maltratada y la enfermedad y posterior muerte de su abuelo.
Él que había podido detener todas aquellas catástrofes, con solo cerrar los ojos y dejarse llevar.
¿Por qué?
Unos pasos resonaron en el pasillo, acallando las ciento y un voces desgarradas, y el chico de rizos dorados sonrió. Cuando el vigilante, ingenuo y orondo, se encontraba tan solo a un par de pasos de su celda, sacó el cuchillo de su sandalia y se hizo un profundo corte en el brazo. Su grito desgarrador perforó las paredes. Pasillos al sur, la muchacha sonrió.
El guardia se acercó, alertado por el escándalo.
- ¿Qué demonios te ocurre niño loco?- preguntó a gritos, golpeando con su porra el grueso cristal.
- Me ha atacado- sollozó el chico- Uno de esos jodidos locos me ha atacado.
- Eso es imposible; estáis todos encerrados.
- ¡Él no!- gritó- Está suelto y lleva un cuchillo.
El vigilante blandió la porra y miró muerto de miedo a su alrededor.
- ¿Cómo ha podido entrar?- preguntó.
- Está rota la cerradura- el chico señaló el pequeño panel de botones-Compruébelo, ya verá.
El vigilante, asustado, sin cesar de mirar a su alrededor, creyendo distinguir una sombra demente en cada vuelta de pasillo, escribió el código en el monitor y la celda se abrió. Antes siquiera de que le diese tiempo a hablar, el chico le golpeó con fuerza en la nuca y el guardia cayó redondo al suelo. Arrastró al pesado hombre hasta el interior de la celda, la cerró, y siempre pegado a las blancas paredes y oculto entre las pocas sombras, echó a correr por el corredor.
Esperó paciente quince largos minutos a que otro vigilante delgaducho comenzase a bostezar y abandonase su puesto de guardia para prepararse un café.
Aquel era el momento.
Acortó los cien metros que le separaban de la celda blanca y aporreó el cristal.
- ¡Silvia! ¡Silvia!- la llamó.
La chica abandonó la cama de un brinco y corrió hacia él. Sus manos quedaron unidas y sus ojos prendados, ardiendo y tan solo separados por el grueso cristal.
- Has venido- murmuró ella, anegada en lágrimas.
- Te dije que no te abandonaría. Apártate.
La chica retrocedió un par de pasos y guardó silencio, contemplando con ojos brillantes y embelesados como su ángel salvador deslizaba sus largos dedos por el panel de la celda. En apenas un minuto, un chasquido emergió de la cerradura y murió ahogado entre las paredes acolchadas.
Salió de la celda y el chico la volvió a cerrar.
Una vez allí, solos, quietos en medio del frío y oscuro corredor, se miraron a los ojos, resplandecientes y velados por el miedo, y se fundieron en el más tierno de los abrazos.
Las heridas la quemaban. El hedor reaparecía. No toleraba que nadie la tocara. Pero sí él. Sus caricias eran la salvación.
- Vamos- el chico la cogió la mano con decisión- Es hora de que salgamos de aquí.
Se arrodillaron y arrastraron por las frías baldosas, siempre juntos, él delante, ella detrás, a ritmo lento, deteniéndose ante cualquier sombra o ruido, hasta llegar a la zona de consultas.
La puerta de madera y cristal blindado estaba cerrada por otro código de seguridad. Al otro lado, un vigilante un tanto adormecido, escrutaba el pasillo con sus ojos semicerrados.
La chica retrocedió asustada.
- Agáchate- la ordenó el chico.
Ela obedeció. Se acuclilló en un rincón oscuro y observó de nuevo cómo él deslizaba sus dedos por el panel de botones verdes. Su prodigiosa y, según los doctores, perversa mente, había memorizado en los dos meses que llevaba allí todos los códigos de seguridad y claves de acceso de todas y cada una de las puertas del sanatorio.
Cuando la puerta se abrió se ocultó rápidamente. El vigilante despertó de un brinco y blandió la porra dispuesto a golpear al fugitivo demente. Pero lo único que encontró fue un oscuro pasillo. Entonces la porra se deslizó de sus manos y, de un invisible movimiento, fue a estrellarse contra su cabeza. El hombre cayó al suelo y a los pocos minutos empezó a roncar.
El chico sonrió.
- Vamos- le tendió la mano a la chica- Queda poco ya.
Así, con astucia y sigilo, fueron dejando atrás toda puerta y vigilante perezoso, que cayeron todos dormidos de un porrazo, y llegaron al corredor principal. Se ocultaron tras una alta cortina blanca y pegaron sus frentes al cristal. Al otro lado de la nítida superficie, el frío carcomía cada rincón del jardín y las plantas oscuras les miraban amenazantes, siempre iluminadas por un haz de luz blanca.
La chica pegó su frente al cristal y acarició con la yema de los dedos la imagen de la Luna, sobre la cual se reflejaron sus ojos pálidos y amoratados.
- Ahora llega la parte más difícil- susurró él, abrazándola por la espalda- Tenemos que correr.- ella se volteó y enterró el rostro entre el hueco que formaban el hombro y la cabeza del chico. Suspiró- ¿Recuerdas lo que te dije?- ella asintió- Bien, allá vamos.
La besó en los labios, con amor y dulzura, y la alejó del ventanal.
Cogió en brazos una pesada silla de metal y la balanceó en el aire.
- Recuerda- susurró- ¡Corre!
El cristal estalló en mil pedazos.
Medio segundo tardó ella en saltar. Los cristales rotos rasgaron sus brazos y piernas. Sintió el dolor. Los ojos le escocían. Los dientes le castañeaban del frío. El aire invernal la helaba los pulmones.
Sonrió.
Estaba viva.
Según él saltó al jardín y, cogiéndola de la mano, echaron a correr a toda velocidad, una sirena estridente rompió la tranquilidad de la noche y el edificio se iluminó. Una luz roja inició su loco escrutinio por cada rincón del jardín, moviéndose de un lado a otro a toda velocidad, no topando con sus cuerpos, que se escurrían ocultos por las ramas y las zarzas.
Unos ladridos de perros y voces furiosas de hombres perforaron resonaron a su espalda.
- ¡Corre!- gritó él.
Las ramas les arañaban la cara, las piedras y hojas secas se colaban en sus zuecos de cartón y atravesaban sus pies, el frío les impedís respirar, pero al Luna compasiva dibujó una senda blanca que los llevó hasta la alambrada.
- ¡Allí!- gritó él, reconociendo el agujero en el vallado metálico- ¡Allí es!
Se tiraron de bruces al suelo y reptaron tal que culebras.
El cuerpo famélico de ella tardó un minuto en salir al otro lado. El bosque la recibió con una ráfaga helada. Las prendas de él quedaron enganchadas en la alambrada, pero tironeó con fuerza, y se alejaron de allí dejando vestigios de tela blanca enganchados a la valla.
El bosque era oscuro y sobrio. Las ramas de los árboles dibujaban figuras fantasmagóricas sobre la fresca y húmeda hierba, que calaba sus pies, y los búhos gritaban sobre sus cabezas.
Tan solo cesaron de correr cuando cayeron rodando por un terraplén y la sirena y los aullidos se escucharon más lejanos.
- ¿A dónde vamos?- preguntó ella, presa de la angustia.
Él sonrió y la abrazó.
- Mira. Mira arriba- la instó.
La chica elevó el rostro al cielo, descubriéndolo azul oscuro, cuajado de estrellas plateadas y con una enorme y blanca Luna velándoles.
- Dime, ¿cuánto hace que no ves un cielo estrellado?- preguntó él.
- Años… - murmuró.
- ¿Sabes que significan las estrellas?- la chica negó con la cabeza- Significan libertad. Somos libres amor mío.
Él beso cada una de sus lágrimas y la ayudó a ponerse en pie.
- La carretera queda al sur, hacia allá- el chico señaló un punto invisible entre los altos árboles- En un par de horas estaremos en el pueblo. Allí nos esconderemos y pasaremos la noche en cualquier lugar.
- ¿Y después?- se preocupó ella.
El chico se encogió de hombros, sonrió, la tomó de la mano y echó a andar.
- Algún autobús, imagen nueva, alguna otra ciudad… Puedo adivinar los números de la lotería si quieres.
La chica se echó a reír. Rió por primera vez en dos largos y tristes años.
- ¿Qué más ideas se te ocurren?- preguntó feliz, vislumbrando la gravilla entre los árboles.
- Tengo cientos de ideas, amor mío. Ciento y un ideas de prosperidad…
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